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Niños con armas: postales de un México olvidado

Niños con armas: postales de un México olvidado
Niños con armas: postales de un México olvidado

La impactante imagen es un grito desesperado desde una zona que acumula una larga historia de violencia AP Cuidar de las cabras o las vacas es la actividad diaria de muchos niños indígenas de las montañas de Guerrero, en el sur de México. Pero los días que llega prensa a la comunidad de Ayahualtempa rápido … Leer más

La impactante imagen es un grito desesperado desde una zona que acumula una larga historia de violencia

AP

Cuidar de las cabras o las vacas es la actividad diaria de muchos niños indígenas de las montañas de Guerrero, en el sur de México. Pero los días que llega prensa a la comunidad de Ayahualtempa rápido se ultiman los preparativos para un quehacer añadido: el desfile de niños armados.

Encierran sus animales, se ponen el uniforme -playeras de la policía comunitaria y un pañuelo cubriéndoles la cara-, agarran sus armas -de madera si son menores de 12 años- y se forman en la cancha de básquet. A la orden del instructor, empiezan a marchar.

La impactante imagen es un grito desesperado desde una zona que acumula una larga historia de violencia, asedios y abandono: si el gobierno no nos ayuda, nos defenderemos, incluso armando a los niños.

En esta región, una de las más pobres de México y corredor estratégico para el trasiego de droga, varias comunidades nahua se han dado cuenta del poder mediático de esta escena de menores armados contra el crimen organizado. Amplificada por los medios, ejerce más presión sobre las autoridades que cualquier petición para detener los ataques, extorsiones y asesinatos.

Juan Martín Pérez, director de la Red por los Derechos de la Infancia en México (REDIM), lo resume en una frase: “Son la postal de un país en guerra que no habla de la guerra”.

Cuatro pequeños cuidan a sus chivos y juegan con unos perritos antes de sentarse en una ladera desde la que los cerros se pierden en el horizonte para desgranar una planta comestible.

Cuando se les pregunta por su formación como incipientes policías comunitarios, el mayor de los primos, Valentín Toribio, de 12 años, asegura que ahora solo entrenan “cuando van a venir periodistas y nos van a entrevistar”.

“Es para que nos vea el presidente y nos apoye”, aclara. Les da miedo salir del pueblo.

A Valentín le gusta aprender a disparar. De mayor quiere ser policía. “Ya he tirado, me enseñó mi hermano en el campo”. En su casa, sólo toma el arma para los desfiles. “Cuando sea más grande la voy a ocupar porque (ahora) puede ser peligroso”.

Geovanni Martínez, su primo, de 11 años, está menos interesado en los entrenamientos porque tiene mucho trabajo. “Cuido los chivos, terminando voy con mis marranos y luego a dar agua a Filomena”, su burra. Si queda tiempo, juega al básquet. Quiere regresar a la escuela -paralizada por la pandemia del coronavirus- y cuando le preguntan si dispararía a un enemigo contesta contundente: “¡Noo!”

Poco después de la conversación, más de una docena de niños están listos para empezar la exhibición: marchar, posición de tiro rodilla al suelo, sentados, cuerpo a tierra.

Clemente Martínez, de 10 años, es el único de los cuatro primos que no participa porque su madre le regaña “no me vaya a pasar algo”. Sus armas son dos resorteras colgadas al cuello.

El ambiente es festivo en esta comunidad de casas de adobe y más de 1.000 habitantes, de los cuales en torno de la mitad de menores, custodiada en sus entradas por su propia policía. Las únicas armas visibles son rudimentarias escopetas.

Sin embargo, todo era más solemne hace unas semanas, cuando una treintena de menores se presentaron formalmente en armas y salieron del pueblo desfilando para disparar al aire mientras gritaban consignas contra el grupo armado que les acosa, Los Ardillos. Las imágenes corrieron como la pólvora junto a sus reclamos: más Guardia Nacional y ayudas para huérfanos, viudas y desplazados por una violencia que en los últimos dos años se ha cobrado 34 vidas en varias comunidades de sólo dos municipios vecinos. También pedían maestros.

Guerrero, donde en 2014 desaparecieron 43 estudiantes de magisterio a manos de policías vinculados con el crimen organizado y con la complicidad de autoridades locales, estatales y federales, siempre ha sido un estado pobre y marcado por la violencia.

Los miedos de sus habitantes son reales. En esta región, conocida como La Montaña, rica en minas y clave en el cultivo y tránsito de la amapola, de la que se extrae goma de opio y heroína, las comunidades quedaron entre dos grupos -Los Rojos, ahora más débil, y Los Ardillos- que en su lucha por el control del territorio van dejando descuartizados y calcinados.

El convidado de piedra son las autoridades, de quienes los vecinos desconfían casi tanto como de los criminales.

Las policías indígenas comenzaron a multiplicarse en la zona en torno a la Coordinadora Regional de Autoridades Comunitarias-Pueblos Fundadores (la CRAC-PF) para hacer frente a esas bandas que iban apoderándose de sus tierras. Pero las diferencias entre líderes y la infiltración de delincuentes entre los comunitarios, a los que ofrecían apoyo y seguridad contra los contrarios, provocaron rupturas, choques internos y que mucha gente ya no distinga quién es quién.

El resultado, explica el antropólogo Abel Barrera, del Centro de Derechos Humanos Tlachinollan, es que las comunidades quedaron inmersas en la lógica del crimen organizado aunque no sean conscientes de ello y “se están matando ellas mismas” ante la inacción del Estado, que ha dejado crecer toda esa descomposición. En ella, los menores son el eslabón más débil.

Hemos normalizado que esos niños no coman, que sean analfabetos, jornaleros agrícolas… ya nos acostumbramos a que los ‘indios’ se mueran temprano pero ¡cómo se van a armar!”, ironiza.

Bernardino Sánchez Luna, uno de los fundadores de la CRAC-PF señala que la primera vez que presentaron a los niños fue en 2019. Divulgaron un vídeo de una docena de ellos armados con palos después de un ataque a la comunidad de Rincón de Chautla.

Las autoridades no habían atendido las llamadas de emergencia durante la balacera pero sí llegaron después a preguntar el porqué de la exhibición. “¡Pues porque no nos miraban!”, argumenta Sánchez Luna. Lograron algo de material para casas de los desplazados pero la violencia continuó.

La segunda “performance”, como las llama el director de REDIM, fue en enero de 2020 en Alcozacán -a 30 minutos en carro desde Ayahualtempa- después del asesinato de diez músicos de ese pueblo, uno de 15 años. Fueron calcinados y sus camionetas tiradas por un barranco. Esa vez juntaron a 17 niños con armas de verdad. Lograron becas para los huérfanos y casas para las viudas.

Dos meses después, el hallazgo en un municipio cercano de una pareja con sus dos niñas calcinadas conmocionó la región.

La última exhibición de menores armados fue el 10 de abril en Ayahualtempa.

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