Cuando Luis Echeverría fue declarado presidente electo de México, para el período 1970-1976, mi abuelo, Francisco Arellano Rendón, le dedica su obra ‘El subsuelo mexicano, patrimonio nacional’. En ella, describe el proceso nacionalista en el cual refrendamos los ideales de nuestra independencia.
Contrario a lo que plantea la reforma energética encumbrada por el presidente Enrique Peña Nieto, reseña la valentía y el liderazgo del Gobierno del general Lázaro Cárdenas, por reafirmar su compromiso irreductible con la legítima explotación de nuestros recursos naturales. En su afán intachable de proteger la soberanía nacional, se expropiaban los bienes de las empresas petroleras; eran más de 3 mil personas físicas y morales las que tenían las concesiones otorgadas por el estado.
La rebeldía de las 17 empresas extranjeras había llegado a un clímax insostenible, que tuvo que ser resuelto por los tribunales mexicanos, primero ante la Junta Federal de Conciliación y Arbitraje, y posteriormente ante el fallo de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Ante esta amenaza, el presidente Cárdenas decretó la expropiación petrolera el 18 de marzo de 1938, y, en consecuencia, le envió al Congreso de la Unión un proyecto de reforma al artículo 27 constitucional, el 22 de diciembre de 1938.
Aprobándose en su totalidad un año después y publicada para sus efectos legales en el Diario Oficial de la Federación en noviembre de 1940. Desafortunadamente, y por si fuera poco, fue hasta 1960 cuando se tuvo una correcta interpretación de la ley reglamentaria del petróleo mexicano; existía inconstitucionalidad al no estar en armonía con el texto original de la reforma de 1940. Se perfeccionó dicha normatividad y se homologaron los acuerdos, incluyendo una nueva tendencia: la petroquímica.
La hazaña magistral de esta reforma constitucional fue anteponer los intereses de un pueblo sobre el lucro de unos cuantos. México es historia y nacionalismo, parte de una serie de fracasos, pero también de aciertos.