No miento, soy de los primeros que se horroriza al ver a un niño pegado a una pantalla, sea celular, tableta o televisión. Me espanta la idea de que sean socialmente distantes y no conozcan cómo entablar una conversación cuando crezcan.
Quiero ser honesto, pienso que María, una niña de 7 años que uno se puede sonar a coscorrones por no soltar el celular, podrá decidir dentro de 30 años, el medicamento o intervención hospitalaria que vamos a necesitar.
Quiero dejarlo claro –voy a enterrar este texto en una cápsula del tiempo y la entregaré a mis futuros doctores–. A partir de hoy, no impediré que estén pegadotes a un cristal iluminado, considero que mi labor y el de otros lectores debería ser encaminarlos en aprovechar el poder de la actual tecnología como algo positivo en su vida.
En este momento nuestros teléfonos son consultados más de 50 veces al día y la información que de ahí obtenemos no pasa de cuatro aplicaciones instaladas, dentro de 30 años los equipos celulares serán historia y el nivel de información que se obtenga de algún dispositivo similar será exponencialmente mayor.
Entonces, ¿el miedo a ver a los niños frente a una pantalla, es justificado? Nuestra sociedad ya pasó por esto hace unas décadas, y el debate se desató por el medio de comunicación dominante: la televisión. Esa caja negra era la única pantalla pasiva que veíamos.
Hoy un niño tiene a su disposición cuatro pantallas –celular, computadora, televisión y tableta– y todas son interactivas, almacenan información sobre reproducción, uso, comportamiento e infinidad de datos inimaginables.
Apuesto que la destreza para analizar, conectar información o recetar algún medicamento dependerá de la tecnología y las pantallas interactivas que controlen los actuales niños. Por lo pronto, pienso arrancarle una sonrisa a María dentro de 30 años con mi columna, sí, mi futura doctora que en este momento no suelta el celular. ¿Realidad o ficción?