La ONU declaró el 18 de diciembre como Día Internacional el Migrante, fecha que rememora la determinación por buscar una vida mejor y las adversidades que esto conlleva.
Una forma de asomarse a este fenómeno es a través de la vida y obra de Martín Ramírez.
En 1925 emigró a Estados Unidos y dejó en Tepatitlán a su esposa e hijas para trabajar como peón en ferrocarriles y minas de California. Marchó con el deseo de salir de deudas y obtener recursos para optimizar la productividad de sus tierras. Eran tiempos convulsos, apenas cinco años después de que terminara la Revolución Mexicana.
En 1929, la Gran Depresión disipó sus planes y, al quedar sin trabajo, su vida dio un giro inesperado.
Como es común en las historias de migrantes, la suya quedó soterrada, incluso en el ámbito familiar. Al parecer, deambuló por las calles y en 1931 lo detuvo la policía por encontrarse en mal estado emocional.
Se dice que el desempleo, la destrucción de sus propiedades –debido a la Guerra Cristera– y la desazón de que su esposa luchara de manera activa en contra de esta rebelión, le afectaron anímicamente. Su falta de competencia en el idioma y las barreras culturales lo llevaron a un diagnóstico que aún es cuestionable, y a su posterior reclusión en instituciones siquiátricas.
Después de años de aislamiento, comenzó a dibujar de manera exhaustiva –sin haber recibido educación artística– y pronto llegó a convertirse en su actividad única.
Carecía de materiales, utilizaba lápices, carboncillos y cualquier papel que encontraba, como periódicos, cartas o libros, y los unía con pegamentos que elaboraba con pan, avena o saliva. Sus dibujos se caracterizan por una extraordinaria inventiva gráfica, capacidad exploratoria, manejo de perspectiva inusual, cultura popular mexicana, exilio y confinamiento.
Su obra se expone en museos y galerías de México, Estados Unidos, Europa y Japón, y se cotiza alto en el mercado de arte, pero, por supuesto, él ni siquiera vislumbró este destino.
Permaneció en el siquiátrico hasta su muerte en 1963.